En el monasterio de Tashi Lhunpo, cientos de monjes y líderes religiosos formaron filas bajo la mirada de soldados uniformados y cámaras de seguridad. No era una festividad libre, sino un acto de obediencia. El Kalachakra, uno de los rituales más sagrados del budismo tibetano, se convirtió hace una semana en una coreografía estatal cuidadosamente vigilada. Nadie pudo ausentarse. Desde abades de monasterios históricos como Sakya y Sera hasta el 7º Gunthang Rinpoche, todos fueron convocados -algunos dicen obligados- a asistir al empoderamiento dirigido por Gyaltsen Norbu, el Panchen Lama designado por Pekín.
En torno al monasterio, la seguridad era abrumadora. Policías, militares y agentes disfrazados de personal sanitario custodiaban cada acceso. “Parecía más un desfile militar que un rito espiritual”, relatan fuentes citadas por la prensa tibetana en el exilio. Para muchos asistentes, el mensaje era inequívoco: el Partido Comunista no sólo gobierna el territorio, también pretende administrar la fe.
Una religión bajo tutela política
El Kalachakra es un rito ancestral que simboliza la purificación y la armonía universal. Pero en manos del aparato chino se ha convertido en una herramienta de propaganda. Mientras el Dalai Lama sigue exiliado en la India desde 1959, cualquier ceremonia dirigida por él o incluso inspirada en sus enseñanzas es castigada con arrestos o “reeducación ideológica”. En cambio, las celebraciones encabezadas por Norbu son amplificadas por los medios estatales y presentadas como prueba de la “modernización espiritual” del Tíbet.
El contraste no es casual. Desde hace años, y ahora con mayor ímpetu, Pekín impulsa una estrategia sistemática de “sinización” para adaptar las religiones al ideario comunista y asegurar que toda manifestación espiritual responda a los valores oficiales del Estado. En el caso del budismo tibetano, el control del Panchen Lama resulta clave, ya que este líder, según la tradición, participa en la identificación de la futura reencarnación del Dalai Lama. Tener ese proceso bajo control es, en la práctica, dominar el futuro del Tíbet.
El Panchen Lama desaparecido
Esa es precisamente la razón por la que el nombre de Gedhun Choekyi Nyima sigue siendo una herida abierta. En 1995, cuando el Dalai Lama lo reconoció como el legítimo 11º Panchen Lama, el niño tenía seis años. Días después fue secuestrado junto a sus padres. Desde entonces -casi tres décadas ya- no se ha visto ni una fotografía verificable. Su paradero sigue siendo un misterio de Estado.
Organizaciones como la Campaña Internacional por el Tíbet (ICT por sus siglas en inglés) recuerdan que su desaparición viola el propio artículo 37 de la Constitución china, que prohíbe la detención arbitraria. Pero las autoridades mantienen un silencio absoluto, alegando que “vive una vida normal en algún lugar del país”. La vaguedad es tan calculada como el simbolismo: Gedhun Nyima desapareció y Gyaltsen Norbu fue creado para reemplazarlo.
Educado en Pekín y moldeado desde niño por el aparato del partido, Norbu encarna el modelo de monje funcional que el régimen desea proyectar. El verano pasado, Xi Jinping se reunió con él personalmente, instándole a “alinear la religión con los valores socialistas”. El gesto fue interpretado como un claro recordatorio de quién dirige la narrativa espiritual en China.
La “sinización” del budismo tibetano no se limita a un discurso. Se traduce en políticas concretas: demoliciones de monasterios, expulsión de monjes, prohibición de viajes para asistir a enseñanzas del Dalai Lama y vigilancia con cámaras dentro de los templos. Algunos religiosos deben incluso aprobar exámenes de “lealtad ideológica” para conservar su estatus. Según expertos de la ICT, el objetivo final es borrar el corazón teológico del Tíbet y sustituirlo por una espiritualidad “normalizada”, compatible con el discurso patriótico.
Controlar al Panchen Lama permite a Pekín intervenir en el proceso más delicado del budismo tibetano: la elección del próximo Dalai Lama. Y ese momento se aproxima. A sus 90 años, el líder exiliado ya ha dejado entrever que su reencarnación podría darse fuera del Tíbet -o incluso en una mujer-, una maniobra que frustraría los planes del Partido de designar un Dalai “oficial”.
La batalla por el alma del Tíbet
Lo que ocurre en los monasterios no es una cuestión meramente religiosa, sino una lucha por la soberanía cultural. Al colocar a su propio Panchen Lama en el centro de los rituales, China intenta borrar las líneas que separan la fe de la obediencia al Estado. No es solo control territorial, es control simbólico.
El caso de Gedhun Nyima, convertido en el prisionero más joven del mundo, sigue siendo el recordatorio más potente de ese pulso. A punto de cumplirse 30 años de su desaparición, ni Naciones Unidas ni potencias occidentales han logrado que Pekín ofrezca pruebas verificables de su paradero.
Un desafío al mundo
Mientras Xi Jinping refuerza la fusión entre ideología y religión, organizaciones de derechos humanos instan a las democracias a no mirar hacia otro lado. Asi, Estados Unidos ya ha pedido explicaciones formales. El senador republicano Marco Rubio, nuevo secretario de Estado, calificó recientemente el controvertido caso del Panchen Lama como una “prueba moral para las naciones que presumen de defender la libertad religiosa”.
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